La
historia de la realización del cortometraje, según la ha contado Boulocq a
varios medios, es la siguiente: en algún momento de 2013, Boulocq enferma con
mayor o menor gravedad, y se halla obligado a reposar en su departamento, decide,
entonces, un cortometraje con lo que tiene a la mano: su cámara, el espacio que
habita, los objetos más cercanos, las vistas de la ciudad.
El cortometraje registra, en cuatro secciones musicalizadas, el marchitarse de un
grupo de girasoles en un jarrón, dentro de un departamento localizado en una
zona de clase media alta de una ciudad boliviana. Cada sección se dedica a un,
digamos, ‘ciclo vital’ de los girasoles: su nacimiento, su vida, su muerte y su
permanencia a través de otros (el único plano registrado fuera del departamento
es el de una plantación de girasoles). Los girasoles, de esta manera, son un
medio, una forma de aproximarse a una condición de la existencia humana.
Hay,
desde el principio, algo fallido con esta manera de utilizar, de mirar esas
flores. Los planos detallados y los movimientos envolventes, parecieran llamar
la atención sobre la materia misma, sobre la imposibilidad de conocerla totalmente, sobre lo desconocido que
se abre en el momento en que uno se aproxima de una manera diferente a aquellos
que hasta ese momento era familiar. Por el contrario, el montaje, el
encadenamiento y, sobre todo, la música, someten la materialidad al desarrollo
de una tesis – una tesis, por otra parte, demasiado predecible. Hay un cierto
autoritarismo manipulador del autor sobre la imagen y sobre los espectadores.
Es como si, partiendo de la posibilidad que dejaba abierta la materia, Boulocq
se quedara con un simbolismo poco sensible.
Luego,
Los girasoles no se aparta demasiado – salvo en su duración – del
lenguaje de la publicidad, sus planos podrían usarse, sin mucha alteración,
como comercial para una floristería (quizá éste es otro origen posible del
mediometraje, ya que Boulocq, como se sabe, se dedica también a la publicidad).
Los planos preciosistas, la atención sobre un objeto considerado noble, la
corrección de color armónica y realista, la música culta, el movimiento
estabilizado y controlado, hay demasiado Belleza allí.
En
realidad, ya hay un problema de cursilería en la tesis cinematográfica que
organiza Los girasoles. Cualquiera que haya prestado un poco de atención
al mundo natural o a sus clases de biología básica, sabe que las flores no
provienen de los floreros, y que su ciclo vital no comienza en un living
room. Una investigación más profunda acerca de la vida natural de estas
flores, podría haber llevado a Boulocq a una plantación y, ya ahí, a su
inevitable relación con otras especies - ahí, tal vez, el realizador habría
descubierto la interconexión de las cosas y Los
girasoles habría podido, no sé, desembocar en una pieza procesual y
posthumanista, como las de Lucien Castaing Taylor, Vérena Paravel y otros
etnógrafos sensoriales.
La
escasez de medios y el encierro físico no son un pretexto para ofrecer una
película ideológica. Hace unos años, Viktor Kossakovsy, desde un encierro
parecido, eligió un camino opuesto para Tische.
Grabar lo que ocurría en la calle, y, a partir de ello, poetizar la vida
cotidiana y abordar el sinsentido de la vida humana con humor.
Si
alguna vez el cine intimista rompió con las imágenes cinematográficas
convencionales de las clases altas – se
suele pensar que antes habían estado representadas de una manera muy torpe –,
encontró nuevas maneras de mostrar cinematográfica y exploró la posibilidad, en el cine producido
en este país, de continuar liberándose de estereotipos y programas militantes,
con Los girasoles muestra una de sus posibles derivas: la esterilidad
expresiva y el encierro narcisista.
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