Con el paso del tiempo la radicalidad de esa frase fue mostrando sus
puntos blandos. Escuché a conciencia la música de Gladys Moreno y de El Camba
Sota y comprendí, tardíamente, que ellos exploraban una sensibilidad que no
distaba de la de otros músicos que me rompieron la cabeza. La radicalidad de
esa frase que a veces soltaba con los amigos, como al descuido, fue
erosionándose, pero la cito ahora porque creo que reflejaba cómo algunos de
nosotros nos posicionamos ante la tradición y ante el dilema de la identidad, y
revelaba el lugar que ocupábamos como escritores de una tradición menor que
durante décadas se ha mantenido invisible a los ojos de los lectores
latinoamericanos y europeos. ¿Qué significa ser un escritor de una tradición
menor? Significa tener la ventaja de escribir sin la sombra de monstruos como
Borges o Saer, Onetti o García Márquez. Significa la posibilidad de escribir
con una libertad y un desparpajo que un argentino o un colombiano carecen.
Significa escribir sin la angustia de las influencias, sin armar una obra en
contra o a favor de otros que inauguraron brechas. Alguno protestará: nosotros,
los bolivianos, tenemos a Jaime Saenz. Lo que es muy cierto, pero el fuerte de
Saenz no es la narrativa, es la poesía, y si bien es uno de los poetas
fundamentales de la lengua en español en el siglo XX, es casi un secreto, una
figura de culto que, a pesar de las traducciones al italiano, al inglés y al
alemán, se lo conoce muy poco.
Nosotros, algunos de los narradores bolivianos nacidos a fines de los 70
y a principios de los 80, somos escritores huérfanos. Hicimos de esa orfandad, de
esa ausencia de referentes locales, una paradoja. Esto significa, por un lado,
lo que ya mencioné hace un momento: la posibilidad de escribir desde la
ausencia de presiones en un territorio que se nos presenta más o menos virgen,
pero por otro lado representa la tara de escribir desde la marginalidad, desde
la ausencia de garantías de un mercado que no apuesta por sus autores, donde
los mecanismos de promoción son escasos, por no decir nulos.
Hace unos años, leyendo Elizabeth Costello, del inmenso escritor
sudafricano J.M. Coetzee, me topé con un fragmento que sintetiza y profundiza
las taras de ser un escritor de una tradición pequeña con un mercado literario
inexistente.
Cito:
La novela inglesa está escrita por personas inglesas para personas
inglesas. Esa es la naturaleza de la novela inglesa. La novela rusa está
escrita por rusos para rusos. Pero la novela africana no está escrita por
africanos para africanos. Los novelistas africanos tal vez escriban sobre
África, sobre experiencias africanas, pero me parece que mientras escriben
constantemente están mirando por encima de sus hombros a los lectores
extranjeros que los leerán. Más allá de si les gusta o no, han aceptado el rol
de intérpretes, están interpretando África para sus lectores. Pero, ¿cómo podrán
explorar un mundo a profundidad si al mismo tiempo lo tienen que explicar a
lectores foráneos? Es como el caso de un científico que intenta darle una
atención total y creativa a sus investigaciones a la vez que tiene que explicar
su trabajo a un grupo de estudiantes ignorantes. Es demasiado para una persona,
no se puede realizar semejante tarea, no si se la quiere realizar en un nivel
profundo. Ese, me parece a mí, es la raíz del problema. Tratar de ejercer la
nacionalidad africana al mismo tiempo que se está escribiendo sobre ella.
Coetzee, a través de la voz de la apócrifa escritora australiana
Elisabeth Costello, llama a esos escritores “intérpretes” porque su función es
más didáctica que creativa. Saben muy bien que no pueden escribir para el
lector africano por la razón de que no hay lectores africanos. Entonces buscan
lectores fuera de sus fronteras, los buscan en Francia, en Inglaterra, en
Estados Unidos, y describen el mundo de donde provienen desde una perspectiva
exótica porque saben que eso es lo que vende, porque ese es el lugar que ocupa
África en el imaginario de occidente. Algo muy parecido aconteció con la
literatura latinoamericana: todos los escritores que copiaron a García Márquez
cayeron en la fórmula descrita por Costello: hicieron de este continente un
lugar común a exigencias del mercado alemán o francés, y de esa forma echaron
una larga sombra sobre otros novelistas y cuentistas que trabajaron seriamente
sin la tentación de caer en estereotipos. Onetti, Levrero y Ribeyro son algunos
de los que quedaron ensombrecidos por este hambre por lo exótico.
La solución a este dilema no pasa solamente por la aparición de buenos
escritores. El paisaje no cambia por el surgimiento de una generación de
talentosos cuentistas y novelistas que narren desde sus perspectivas
individuales, el mundo donde tuvieron sus primeras pérdidas y derrotas, donde
extinguieron sus infancias. El problema se soluciona a otra escala, tiene que
ver con la aparición de lectores maduros que puedan modificar las exigencias del
mercado local para que este tipo de literatura, una literatura no didáctica,
una literatura que no dé concesiones al exotismo, exista. Algunos de los
narradores bolivianos que empezamos a publicar a mediados de la década del
2000, más allá de las diferencias temáticas y formales, buscábamos hacer una
literatura que no cediera a esos estereotipos. Si algo teníamos claro, era que
no queríamos ser “escritores intérpretes”.
Cito a Coetzee:
En Australia tuvimos una situación similar, pero pudimos dar con una
solución. Finalmente abandonamos el hábito de escribir para extranjeros cuando
los lectores australianos alcanzaron la madurez, algo que aconteció en los años
60. Una camada de lectores, no de escritores, que ya existían. Abandonamos el
hábito de escribir para extranjeros cuando nuestro mercado australiano decidió
que podía soportar una literatura local madura. Esa es la lección que podemos
ofrecer. Eso es lo que África puede aprender de nosotros.
¿Cuándo los lectores bolivianos van a alcanzar la madurez? Esta es una
pregunta que me excede, que no puedo responder, pero que siento que a los
escritores de mi tanda les ha interpelado más hondamente que a los de otras
generaciones. Soy consciente de que la única forma en que la literatura
boliviana deje esa condición de ostracismo en la que se ha metido durante
décadas no pasa únicamente porque los escritores empiecen a publicar en
importantes editoriales españolas o latinoamericanas, o porque sean traducidos
a diversas lenguas, o porque escriban en diarios claves de Santiago, Buenos
Aires o Madrid, ni siquiera pasa porque sean invitados a la Feria del Libro de
Guadalajara o al Filba. Pasa por la respuesta a esa pregunta: ¿cuándo los
lectores bolivianos van a alcanzar la madurez? En Santa Cruz de la Sierra no hay
una comunidad lectora. Ya casi no hay librerías, y las que sí funcionan, lo
hacen con libros viejos, de hace décadas, o con algunas novelas de saldo que
los libreros consiguen en esporádicos viajes a Buenos Aires. El único
suplemento cultural que hay ya no sale todos los sábados, lo hace cada mes.
Nunca hay crítica de libros publicados. No pagan a colaboradores para que
escriban reseñas. Como verán, mi ciudad es un páramo cultural. Y esa situación
tan lamentable, en mayor o menor grado, se repite en toda Bolivia.
Para concluir, quiero establecer un diálogo entre estas reflexiones
planteadas por Coetzee en Elisabeth Costello y un ensayo que ha sido clave para
Latinoamérica. Un ensayo de Borges escrito en 1932 cuya vigencia se mantiene
intacta hasta nuestros días. Me refiero a “El escritor argentino y su
tradición”, en el que el autor de “El Aleph” defiende una literatura argentina
que para constituirse como tal no pase por los colores del localismo, sino que
beba de fuentes que no se encuentran en el folclore del país. Esa postura
crítica ante cierto costado propagandístico del localismo, me parece a mí, ha
sido la principal búsqueda de una parte de los escritores de mi generación.
“Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos
derecho a esta tradición”, escribió Borges. “Creo que los argentinos, los
sudamericanos en general, podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos
sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene,
consecuencias afortunadas”.
Si de algo estoy convencido, es que muchos de los jóvenes escritores se
han dado cuenta de que no podrán escribir sobre Bolivia si no beben de esa gran
tradición occidental que menciona Borges, si no se sumergen en ella con
irreverencia, sin atisbo de solemnidad y sin complejo de inferioridad, para
utilizar lo que les sirva y para descartar lo que no. También se han dado
cuenta de que sin esa madurez lectora que exigía Coetzee, todas las obras que
se hagan, más allá del riesgo y de la solvencia que contengan, serán esfuerzos
aislados, individuales. A la hora de hablar de la buena salud de la literatura
boliviana, se requiere analizar factores que no se limiten exclusivamente a la
calidad de sus libros.
*
Entrevista a Juan Pablo Piñeiro
Escribir sobre
mi ciudad y sobre mi país es un reconocimiento del aporte de la tradición literaria
que pervive en mi obra.
Por Magdalena González Almada
Juan Pablo Piñeiro nació en La Paz en 1979, pero prefiere pasar su
tiempo en la selva amazónica boliviana. Sin embargo, La Paz y sus personajes
aparecen referenciados a lo largo de sus obras y guiones cinematográficos, los
cuales no dejan de impactar y de ser reeditados, tal es el caso de las novelas
Cuando Sara Chura despierte (2003) e Illimani Púrpura (2010). Invitado por la
organización del Festival Internacional de Literatura en Córdoba, Juan Pablo
respondió nuestras preguntas con desenfado y buen humor.
M.G.A: Si pensamos en la tradición literaria boliviana, ¿reconocés algún
aporte que perviva en tu obra?
J.P.P: Escribir sobre mi ciudad y sobre mi país es un reconocimiento del
aporte de la tradición literaria que pervive en mi obra. La Paz posee capas
profundas que han sido esculpidas y reveladas por escritores como Bascopé Aspiazu,
Arturo Borda y sobre todo Jaime Sáenz. Sáenz materializa en su obra un
movimiento alquímico que permite nombrar ese “no sé qué” que tiene mi ciudad.
Al escribir sobre La Paz, necesariamente uno se enfrenta a la obra de estos
escritores. Uno debe decidir si niega esta influencia o la deja pervivir en el
interior de la propia obra. Con Bolivia me sucede lo mismo, al escribir sobre
mi país, escribo junto a Jesús Urzagasti, y su mirada es para mí una suerte de
brújula que acomoda mejor mi viaje. Una tradición literaria verdadera no es un
antecedente sino una compañía.
M.G.A: Últimamente se piensa que la narrativa boliviana del siglo XXI se
ha separado estilísticamente de la producción del siglo XX, ¿creés que existen
rupturas en tu obra que la separan de la tradición literaria anterior?
J.P.P: En verdad me parece que no tengo derecho a opinar de eso. Me
parece que hay cosas que pertenecen al universo del lector y no al del que
escribe. Ambos son necesarios para que se genere la intimidad de la literatura.
Pero el que escribe no tiene ni voz ni voto en un acercamiento crítico a su
propia obra, justamente porque la crítica no puede cargar semejante grado de
subjetividad.
M.G.A: Tu primera publicación es Cuando Sara Chura despierte, ¿cuál fue
el motivo por el que tomaste a una mujer como centro simbólico de la novela?
J.P.P: La escritura de Sara Chura fue un tiempo muy especial para mí
porque descubrí cosas que todavía me maravillan. Entre esas cosas experimenté
muy dentro de mí la cercanía del espíritu maternal de mi tierra como algo
verdadero. Por otro lado, apareció también el deseo por acceder al universo
femenino que se erotiza en el ambiente de las grandes fiestas de la ciudad.
Sabía que no se habían escrito muchas novelas bolivianas cuya protagonista sea
una mujer, y con certeza ninguna de ellas se parecía al personaje que yo
presentía. En la primera versión no estaba Sara Chura, cuando apareció se puso
a tejer y eso es lo que yo quería, que sea una tejedora.
M.G.A: ¿Creés que tu personaje Sara Chura podría interpretarse como una
chola empoderada?
J.P.P: La verdad nunca lo he interpretado así, pero justamente esa es la
literatura del lector. Muchas veces los lectores encuentran correspondencias
coherentes que el autor no ha encontrado a la hora de escribir.
M.G.A: En el contexto literario, el modelo de cholas que solían aparecer
en la narrativa boliviana crearon un paradigma como el de la Chaskañawi, la
Miski Simi, la Claudina, ¿qué relación establecés entre esas cholas en la
literatura boliviana y Sara Chura y la mamita Cristina de Illimani Púrpura?
J.P.P: No establezco ninguna relación. Son muy distintas. En lo que se
parecen es en que la gran mayoría de los personajes femeninos de la literatura
boliviana cumplen un papel exorcista con la sociedad.
M.G.A: ¿Cuál es la importancia social y literaria que para vos tiene la
fiesta del Gran Poder?
J.P.P: La importancia social es la de borrar los límites artificiales
entre los distintos habitantes de la ciudad, permitiendo que todos canalicen la
misma embriaguez. La importancia literaria de esta fiesta es que inaugura portales
a distintas dimensiones fantásticas y colectivas.
M.G.A: ¿Cómo definirías la “paceñidad”? ¿Cómo la vivís y la pensás?
¿Cómo lo incorporás a tu obra?
J.P.P: Es una pregunta muy compleja y prácticamente imposible de
contestar. Puedo dar algunas impresiones sueltas acerca del tema. Ser paceño es
ser andino. Ser paceño es ser hijo de la montaña, del Achachila. Ser paceño es
ser contradictorio. Yo soy muy contradictorio, lo cual no quiere decir que sea
incoherente, sino que existen fuerzas en mí que muchas veces son opuestas, y a
mí me gusta que sea así porque me permite seguir creándome.
M.G.A: ¿El personaje del pajpaku que aparece en tu obra podría
asemejarse al aparapita de Jaime Sáenz?
J.P.P: Yo creo que no. El aparapita de Sáenz cargaba en lo profundo de
su ser una incomunicación, un silencio mortal, un idioma intraducible. Para mí
el pajpaku es exactamente lo contrario, es la comunicación, la palabra que
inventa y el idioma secreto.
M.G.A: ¿Cuál es tu relación con la cosmovisión aymara? ¿Cómo te llega y
cómo llegás a ella?
J.P.P: Al ser andino, nacer en La Paz, uno se acerca con mayor facilidad
al aymara. A mí me educó la mujer aymara que trabajaba en mi casa. El momento
en que uno descubre que ciertas lógicas aymaras son más cercanas a nuestra esencia
que las otras lógicas, entonces el enigma se hace aun mayor. Yo puedo entender
el aymara, no puedo hablarlo, es muy difícil. Y no me sentiré un verdadero
escritor hasta que aprenda a hablar este maravilloso idioma
M.G.A: ¿La ciudad que aparece en Illimani Púrpura representaría a La Paz
profunda? ¿Cuánto hay de La Paz “real” en esta novela?
J.P.P: No creo que haya una ciudad “real” de La Paz, no solamente por la
cantidad de lugares encantados sino porque muchos de sus seres inexplicables
ven una ciudad distinta a la del otro. No hay un interés ni sociológico ni
antropológico en la novela, el interés es telepático y la ciudad brinda sus
escenarios para el viaje por la conciencia del personaje.
M.G.A: La inclinación del narrador a contar experiencias que funden lo
místico y lo urbano ¿surge de qué experiencias?
J.P.P: De experiencias donde se fundió lo místico con lo urbano.
M.G.A: ¿Cómo es tu relación con el narrador de las novelas Cuando Sara
Chura despierte e Illimani Púrpura?
J.P.P: Yo no creo en el autor. Uno simplemente recibe y devuelve un aire
colectivo. Yo me siento más como un canal de un autor que desconozco, y que
narra a través de narradores que para él son igualmente de desconocidos.
M.G.A: ¿Cómo te desarrollás en el campo literario boliviano? ¿Cuál es tu
análisis acerca del mismo?
J.P.P: Muchas veces la tradición literaria de un país o su literatura no
son cercanas a los campos literarios. Me parece que yo no intervengo mucho. Sin
embargo, veo que en mi generación hay muchas propuestas interesantes y sobre
todo distintas entre sí.
M.G.A: ¿Creés que los últimos diez años de historia del país han
influído en algún punto tu obra?
J.P.P: Definitivamente, sobre todo en Sara Chura que nació cuando
estaban empezando estos últimos diez años.
M.G.A: ¿Considerás que tu obra podría pertenecer a un género literario
en particular? ¿Es esa una preocupación estética para vos?
J.P.P: No, no lo es. Suficiente tiempo y paciencia me demanda el hecho
de que por lo menos parezcan novelas como para preocuparme por el género.
Aunque la segunda la haya enmarcado de manera tan radical en el género de la
literatura telepática.
M.G.A: ¿Considerás que en tus obras subyace (más o menos abiertamente)
un propósito social?
J.P.P: Seguramente, pero no de manera consciente sino como una
consecuencia de ciertas cosas que propone la obra.
M.G.A: ¿A qué lector están dirigidas tus obras? ¿Cuál sería tu “lector
modelo”?
J.P.P: El lector modelo es el lector verdadero. El que intima con tu
literatura. Yo no sé cómo son mis lectores verdaderos, pero sí sé que a esas
diez o veinte personas no les puedo fallar.
M.G.A: ¿Cuál es tu relación con el cine? ¿Y cuál es la relación que
establecés entre cine y literatura?
J.P.P: Llegué al cine de manera casual, me pidieron que haga un guión.
Después terminé hasta de productor. Para mí el guión cinematográfico es un
lenguaje muy difícil. Yo no puedo pensar en imágenes, mi universo se soluciona
con palabras. Jamás consideraría un guión mío como parte de mi obra. El cine es
una de las cosas que vinieron con este oficio de escribir.
M.G.A: Volviendo a lo literario, ¿creés que existen más de una forma de
narrar Bolivia?
J.P.P: Si en Bolivia existen 36 idiomas, 36 maneras de entender el
universo y 36 maneras de entender al ser humano, creo que son infinitas las
posibilidades de narrar de una manera distinta el país.
M.G.A: ¿Cuál es tu relación con la crítica literaria? ¿Te sorprende que
se estudie e investigue tu obra?
J.P.P: Sí, me sorprende, pero trato de no averiguar mucho para no
influenciarme.
M.G.A: ¿Qué muestran de Piñeiro los guiones cinematográficos? ¿Y la
narrativa?
J.P.P: Mi obra es la narrativa, los guiones no son literatura, son guías
para poder filmar mejor, la narrativa en cambio es un medio y un fin.
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