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lunes, 28 de marzo de 2016

La cholita condenada

Actuación de: Martha Machaca Paye, Jaime Franz Machaca Paye, Walter Machaca Paye, Nora Machaca Paye, Invitados
Diseño de sonido / Selección de música: Walter Machaca Paye
Dirección y producción: Jaime y Walter Machaca Paye
Sagitario 3000, año 2012



En Aguas mortíferas y cerros hambrientos, su etnografía sobre formación de clases en Huaquirqa, una comunidad de los andes, Gose dice que los mitos y la ritualidad de esta comunidad forman, juntas, un discurso visual y sensorial que le permite a los campesinos de esta zona disputar, resistir y apropiarse de los aspectos opresivos del discurso y las acciones desarrollistas del Estado. La cholita condenada por su manta de vicuña, como gran parte del cine rural amateur y popular, no se aferra al modo de representación ‘realista’ dominante en el cine indigenista boliviano – o sea, casi todo el cine que forma el canon nacional - sino que se propone como un filme mitológico, en el que la realidad no está nunca dada en su superficie o como un conjunto de lugares visibles, sino que tiene necesariamente una constitución imaginada. En este largometraje, como en una película de Apichatpong Weerashetakul, el mito aparece como una forma de representación, memoria y resignificación de una violencia pasada pero imborrable. En este caso vinculada con la urbanización y la criminalidad.




Después de una secuencia que nos introduce a la ciudad de El Alto, fascinante, descomunal y difícil  como la mayoría de ciudades latinoamericanas contemporáneas,  vemos a un joven vestido de jeans, saco y lluchu, que se acerca a comprar pan a un puesto emplazado en la calle. Mientras espera a que la casera le entregue la bolsa de pan, Panchito cuenta, sin mirar a la cámara, que no encuentra trabajo en la ciudad, que tiene que viajar a Puerto Acosta, que ahí lo espera el Antuco, su amigo.  Así, casi desde un principio, la película rompe con la ilusión de realidad in presentia y nos recuerda que, a pesar de todo, estamos frente a una representación. Durante toda la película, los personajes narran constantemente  su situación, miran a la cámara y, en sus movimientos y acciones, no se esfuerzan demasiado por imitar lo que comúnmente se entiende por realidad.





Ya en Puerto Acosta, Antuco le dice a Panchito que no se preocupe, en el campo no va faltarles nada. A continuación, en vez de enseñarle a cultivar o pastorear, lo instruye en el difícil arte de robar ovejas y burros. Un día, ambos miran a una cholita muy arreglada, cubierta con una elegante manta de vicuña, caminando por un descampado. Panchito y Antuco la siguen, la atacan, la golpean hasta matarla y, ya muerta, le quitan su manta de vicuña. La representación del ataque es más una finta fantasmagórica que una explosión de violencia corporal, pero esto, en lugar de reducir la fuerza de la secuencia, la acrecienta. Es como si los directores quisieran decir: la violencia contra esta mujer, contra las mujeres, es irrepresentable y, a lo sumo, uno puede tratar de transmitirla de una forma elusiva. 





Sin embargo, éste no es el mundo abyecto y brutal que habitamos, y el cuerpo de la cholita, en lugar de podrirse y heder, se levanta y camina blandiendo un mazo pesado, rompiendo con la tranquilidad del paisaje del lago. A medida que se acerca a la cámara, podemos escuchar un murmullo en aymara, incomprensible para todos los que no hablamos este idioma,  que termina de hacer ésta una de las pocas representaciones tan extrañas y como poderosas de la fuerza de una mujer en el cine boliviano.


 

Lejos de ahí, sentados al borde la carretera, Panchito y Antuco se reparten la plata que han ganado al vender la manta. En eso, desconfían uno del otro, pelean, están a punto de acuchillarse y se separan. Cuando la mujer encuentra a Panchito, le da una paliza y lo deja desmayado, tal vez pensando que ya lo ha matado. Por su parte, Antuco no tiene tanta suerte: después de asfixiarlo, la cholita le rompe el cráneo con un golpe certero de su mazo.






Panchito se entera de la muerte de Antuco conversando con su tío, quien, de la manera más natural, le dice que una cholita condenada lo ha matado. Aterrado, Panchito regresa a El Alto, donde busca al hermano del Antuco, que es yatiri. En un largo plano secuencia, el yatiri comienza por apenarse por lo que le ha pasado a su hermano, pero después admite que era un cojudo y dice que bien tirado que haya terminado así. Después, leyendo la coca le dice a Panchito que tiene que devolver la manta de vicuña, o la cholita no va a dejarlo en paz, que ve un cementerio cerca y que no le haga muchas preguntas porque él es yatiri pero en las noches es kharisiri   y puede matarlo sin asco. Lejos de las versiones banales y edulcoradas de los andes, aquí las cosas nunca son lo que parecen: el hombre sabio, cuando anochece, puede ser también el que roba la grasa vital y provoca enfermedad.






En otra casa, probablemente en El Alto, otra cholita se cubre con la manta de vicuña (que ha comprado a los dos ladrones) y se prepara para ir a una fiesta. Por un minuto o dos, la cámara la sigue mientras atraviesa un arco de bienvenida, y a continuación, la cámara se distrae con los bailarines, los pasantes y, en general, con todos los participantes de la fiesta, por alrededor de 8 minutos. En esta especie de descentramiento de la trama, que nos permite un descanso y, por un tiempo, nos recuerda lo que queda fuera de campo durante la mayor parte de la película, veo otra coincidencia de este cine amateur con el cine independiente y postvanguardista. No es casual que un reseñista que se tomó el tiempo de ‘destrozar’ La cholita condenada haya dedicado los mismos esfuerzos a En la ciudad de silvia, y no es casual tampoco que este cine amateur haya llamado la atención de los críticos que saben que los canones son, en realidad, campos de batalla, y que las operaciones de crítica consisten también en perforar las escalas de gusto cuando éstas se han vuelto demasiado estáticas.   





Cuando la cholita ha regresado a su casa, y está sacándose con mucho cuidado la manta de vicuña que acaba de comprar, la condenada abre la puerta de una patada, la acorrala, comienza a golpearla, y la deja llorando. 



¿Por qué, si ya había recuperado su manta, la cholita tiene que matar a Panchito, cuando lo encuentra en la calle? Aunque la manta parece ser el objeto visible de su condena, en realidad, lo que no deja tranquila a esta figura es el asesinato impune de una mujer, que, de alguna forma, en este caso la venganza, tiene que ser reparado. Vista en un contexto de una exacerbada violencia contra las mujeres bolivianas (270 asesinatos de mujeres entre 2013 y 2015), quizá La cholita condenada pueda leerse como uno de los filmes auténticamente feministas del cine hecho en este país.



Al fin, la cholita camina hacia el horizonte y sube al cielo envuelta en un círculo de nubes.



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